El radicalismo de la realidad

En la provechosa anécdota que contaba Alexander Cockburn, periodista de una vieja raza extinguida -y que he transcrito aquí al lado, en el «Acerca de»-, Lenin charla con un poeta dadaísta rumano, en un restaurante de Zúrich, sobre el radicalismo de lo real a propósito de la Primera Guerra Mundial y el belicismo. Frente a esa naturaleza radical de la realidad, siempre somos excesivamente moderados y timoratos. Tal es la lección que el viejo bolchevique exiliado, antes de su vuelta a Rusia en 1917, da al joven y exaltado poeta antibelicista. Bien es cierto que esa misma realidad, después del triunfo de la revolución, una vez que tuvo el poder de modularla,  se le cristalizó y cosificó entre las manos y devino triste y desconcertada, paradójicamente conservadora, siniestra cuando fue Stalin quien quiso esculpirla con arreglo al canon de su paranoia.

House of Lenin in Zurich El radicalismo de la realidad
El radicalismo de la realidad: Lenin en Zúrich

En esta otra guerra social que vivimos, la realidad nos está mostrando los filos más hirientes de su naturaleza radical, que debería teñir de radicalismo (que viene de «raíz»), a su vez, nuestro pensamiento y actos sino fuera por el terrible efecto sedante y anestésico de la publicidad y la ficción que, como una capa de algodón aséptico, envuelve a la mayoría social. La «traición de los intelectuales», encerrados en sus logomaquias, incluyendo periodistas, profesores y artistas («llevamos sin arte mucho tiempo, desde hace más de 30 o 40 años, porque no hay ninguna manifestación artística que encarne un pensamiento interesante», decía Félix de Azúa en una entrevista en El Cultural) contribuye a ello. Es por eso, como contrapunto a ese silencio o pensamiento romo, sordomudo y ciego, mayoritario en los Medios, que quiero destacar la radicalidad honrada de Román Orozco, un veterano columnista que escribe desde hace años en las páginas que El País dedica a Andalucía, al rescatar de la realidad radical la muerte de un malagueño a las puertas de un hospital.

En sus palabras: «Un albañil en paro de 57 años, natural de Ceuta, que sacaba unos miserables euros como gorrilla en un solar próximo al Carlos Haya, se prendió fuego porque ya «no tenía ni para comer». Era el 2 de enero. La noticia aguantó un par de días en las cabeceras de los informativos. El día 4 falleció. Su drama quedó sepultado por la bullanguera avalancha de los regalos de Reyes.» El carácter recio que va cobrando la realidad cotidiana queda desnudo en estas denuncias en que se habla no de gente que muere de hambre (eso forma parte del paisaje social) sino de personas que se matan a causa del hambre, del miedo de no poder afrontarla. Podemos hablar de «suicidios por hambre», del mismo modo que muchas veces hemos denunciado los «suicidios laborales» en el centro de trabajo, como modo de protesta radical. Orozco cita más casos: el de Lola «La Cigarrera» o el de Amaia Egaña, que se tiraron por la ventana empujadas por el agobio del desahucio. Estas muertes marcan la enorme diferencia entre esta crisis y el Crack del 29: entonces eran los ricachones repentinamente arruinados los que se tiraban desde los rascacielos…

 El radicalismo de la realidad

El hambre, el miedo a no poder vivir con dignidad, la resignación ante el radicalismo de la realidad, no son sentimientos empáticos. No es posible adivinar el sufrimiento del hambre, o de la angustia de no saber cuándo será la próxima comida o bajo qué techo podrá alguien guarecerse la siguiente noche, si no se ha sufrido en carne propia. El dolor y el sufrimiento se conocen solo por aproximación intelectual, son conceptos fantasma, que no remiten a experiencias propias, como el de la guerra o el asesinato. Por eso es tan fácil el olvido curativo que, de manera inmediata, los cubre de esa fina capa de polvo que los arrincona en el desván de la memoria de lo real.

Orozco, como buen periodista que es (es decir, inteligente y honrado), ponía en contraste esas muertes de perro con la noticia, coincidente en el mismo día, de la fortuna de Amancio Ortega, dueño de Zara, que lo hacía ascender al tercer puesto entre los más ricos del mundo, y, extrapolando la antítesis hiriente, la del patrimonio conjunto de los 40 ricachones cuya riqueza supera en un 50% todo lo que producimos los españoles en un año. Eliminada la empatía, sólo las cifras y desproporciones parecen capaces de radicalizarnos en nuestra percepción del mundo, al par que la realidad misma. Esa radicalidad debemos devolvérsela también al lenguaje que la nombra y crea. Es casi un deber recuperar palabras como «ricachones» o «mandamases», como hace Orozco, o como hacen intelectuales de formación marxista tan honorables como David Harvey o Perry Anderson, para nombrar a los poderosos del mundo y que, por contraste, deje más desnudo el radicalismo de la realidad. Otra cosa es qué hacer con esa carga sobrevenida, qué hacer con ese sufrimiento empático o con la indignación racional frente a la radicalidad de la injusticia que mata. De eso, si le parece al paciente lector, hablaremos en la siguiente entrada. La dedicaremos a esa pregunta tan incómoda que, desde Lenin, se repite como un eco de impotencia entre quienes mantenemos la contradicción moral viva, la mala conciencia, el sentimiento de culpa que genera la complicidad o la aquiescencia: «¿qué hacer?».

 

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