¿Quién teme al lobo feroz? (parte segunda: la verdadera antipolítica)

Si me he demorado tanto en la recepción social de los resultados de las recientes elecciones italianas, ha sido para mostrar con alguna claridad cómo, desde el día después de hacerse públicos los resultados electorales, se ha puesto en marcha un proceso mediático (nada nuevo, por otro lado, y experimentado y puesto en práctica con éxito muchas veces) de neutralización, por absorción de contrarios, del Movimiento 5 Estrellas y de su líder espiritual,Beppe Grillo, mediante el recurso de mostrarnos al antihéroe Federico Pizzotti, alcalde de Parma, en el decepcionante y pedagógico ejercicio del poder, en el que cualquier antipolítica quedaría neutralizada. Siga atento, si acaso, el lector curioso, la marcha de los acontecimientos en los días venideros para comprobar la importancia creciente que irá adquiriendo esta ciudad italiana y su alcalde.Dominio Domingo

Pero, como decíamos al final de la segunda entrega de esta serie (Entre el gobierno de los peores y la antipolítica…), lo que la máquina de las democracias delegadas -óptimas administradoras del neoliberalismo económico- no puede absorber ni neutralizar fácilmente es el descreimiento que, respecto a las instituciones y gobernantes o partidos, señalan estas elecciones de forma tan evidente. Las políticas actuales, que tanto sufrimiento están provocando en las sociedades europeas, necesitan de la complicidad ciudadana traducida en votaciones. La democracia representativa es, en ese sentido, un régimen totalitario perfeccionado porque tiene la coartada de la soberanía popular. Es así que nada queda fuera de su arquitectura -y lo que queda fuera se presenta como el territorio propio del enemigo totalitario: populista, antipolítico, antisistema- y el lugar vacío del poder, al ser ocupado por las mayorías parlamentarias, es ocupado a la vez, en complicidad simbólica necesaria, por las mayorías sociales. Ello excluye, por tanto, la crítica en sus propios límites y, cuando se ejerce, es censurada como un «anti», que, si no es reabsorbido en el contrato social, debe ser perseguido, censurado y reducido al silencio y al asentimiento coercitivo.

El «contrato social» de los estados democráticos, como cualquier contrato, se basa en las cláusulas legales y en la buena fe de las partes. Asistimos, sin embargo, a un intento de rescisión de ese contrato político implícito en los regímenes de las democracias liberales. Debido a la mala fe y el incumplimiento de sus compromisos por parte de los gobiernos y estados, la parte contratante, por decirlo al modo de los Marx, (lucro y corrupción generalizados, medidas injustas a sabiendas), la parte social del contrato, o parte contratada (la gente, las multitudes) lo denuncia públicamente desistiendo de ir a votar, o votando a listas antipolíticas, y empieza a ensayar formas de autoorganización espontánea, mecanismos de democracia directa y denuncias públicas manifestadas en calles y plazas, en un intento de recuperar un espacio en que una nueva esfera pública y el rescate de los bienes comunes secuestrados sean posibles y hacederos.

Este es el verdadero lobo feroz al que temen las repúblicas defensoras de la propiedad, el rango y el privilegio: las multitudes que quieren rescindir el contrato social por la deslegitimidad en que han caído -deslegitimación en desarrollo, ya que no, teóricamente, en origen- quienes ostentan el poder. Esto es lo que manifestaba la encuesta del IESA andaluz, que dejaba claro que el 60% de los andaluces preguntados no estaba satisfecho con el sistema democrático. El director de esta institución andaluza de estudios sociológicos, Eduardo Moyano, calificacaba los resultados de este estudio como «motivo de pavor».

el-triunfo-antipoliticaPavor da, desde luego, la falta de entendimiento de lo que causa de verdad el descontento de la gente que traducen tan toscamente estas afirmaciones: es la colusión y mistaje de intereses que percibimos con tal claridad entre los políticos y los privilegios financieros privados, entre estado financiarizado y capital, y no el «sistema democrático» entendido como una mera forma de estado, una arquitectura legal para facilitar el turno en el ejercicio del poder. Si los políticos leyeran -no ya a Marx, lo que entraría de lleno en el reino de lo utópico y ucrónico- sino al asequible y liberal John Rawls, sabrían que una democracia que no esté construida sobre la idea de la justicia como equidad, que pretende sustentarse sólo en puros mecanismos procedimentales y formales, está condenada al fracaso.

Y es ése el fracaso que vivimos, la verdadera razón de la antipolítica. Ante ese fracaso es ante el que cobra sentido verdadero, pues, la antipolítica y los populismos (conceptos que, justamente por ser tan despreciados por los nuevos regeneracionistas debemos recuperar): la necesidad de reocupación del espacio vacío de la justicia distributiva abandonada por la política convencional, el deber de la denuncia del incumplimiento del contrato social de las democracias neoliberales, la creación de los espacios de libertad y debates en común usurpados, la alternativa de la toma de decisiones directa frente a la delegación gratuita del sistema representativo, la necesidad vital de protección y compartición de los bienes comunes… En efecto, repitámonos ahora la pregunta inicial: ¿Quién teme al lobo feroz?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.