A pesar de que tanta gente lo cree, el universo (o la Historia, si pensamos en nosotros) no tiene ninguna finalidad: basta mirar el inmenso cielo estrellado una noche de verano para comprenderlo. Tampoco creo en la utilidad ni enseñanzas del sufrimiento:
¿Qué enseñanzas puede extraer de sus penurias uno de estos niños supervivientes de una patera, que va a pasar años en centros de internamiento y que acabará sus días en un suburbio de cualquier ciudad europea, con suerte? Lo único que hay que hacer con el sufrimiento y el dolor es luchar contra ellos o hurtarlos si se vuelven inapelables..
What a hoax this is about the Three Wise Men or Santa Claus! Fortunately, the explosion of the Internet also in childhood is already singing its swan song… Of these «well-meaning» hoaxes, I only like the one about the tooth fairy [a little mouse in Spanish version]. A friendly and kind-hearted little mouse who exchanges teeth for candy [Money in the English version], unpretentious, who does his efficient work without paraphernalia of costumes or pages, with the proven discretion of a good professional…
¡Menuda trola esta de los Reyes Magos o Papá Noel! Afortunadamente, la explosión de Internet también en la infancia entona ya su canto del cisne… A mí, de esos embustes “bienintencionados”, sólo me gusta el del Ratón Pérez. Un ratoncillo simpático y bondadoso que cambia dientes por caramelos, nada pretencioso, que hace su eficaz trabajo sin parafernalia de ropajes ni pajes, con la discreción probada de un buen profesional…
I love stations. As a train, in my childhood games, crushing coins while balancing on the tracks. As a teenager, walking with my first loves. Later, traveling… The AVE and the disappearance of commuter trains drove me away from them. I had no choice but to go to the bus stations. The senses are stunned: flowers, churros, public address echoes, laughter, shouts, cuddles… They taste, smell and sound of people, of an indefinable freedom of people who, even for a few minutes, are not from anywhere: people passing through, blessed passers-by, passers-by…
La escuela de mi infancia, durante la Dictadura de Franco, era unisex. Las niñas pertenecían a un universo separado y misterioso, sin comunicación con el nuestro. Pero desde que pude acceder a ellas, ya en el Bachillerato, elegí su compañía y amistad, con preferencia a la de los hombres. Ellas han sido siempre mis mejores amigas, mis compañeras y mis amores. A las mujeres debo lo mejor de lo que soy, ellas son las que me han enseñado las cosas importantes y en ellas tengo puesta la única esperanza que aún conservo de un mundo distinto y mejor.
Buena noche buena: porque hoy tampoco dejarán de nacer niñas y niños, y mientras eso ocurra habrá esperanza…
Muchos jacobinos de la Revolución Francesa tiraban piedras a los relojes públicos para que el tiempo antiguo contra el que se revolvían se detuviera para siempre. El apedreo simbólico, junto a los nuevos calendarios revolucionarios que se inauguraron entonces, pretendía inagurar una nueva era que con ellos, orgullosos burgueses, empezaría: la nacencia de un tiempo nuevo. No eran conscientes de los tiempos tan lisos que en verdad inaguraban: un tiempo ya ajeno para siempre a los ciclos del nacimiento y la muerte, de la siembra y la cosecha, donde los únicos rituales y ritmo, y únicas y pequeñas alteraciones, son las motivadas por los grandes desplazamientos de las vacaciones y las doce campanadas de los variados consumos a que nos convoca periódicamente la publicidad.
Los ingenuos revolucionarios no eran conscientes tampoco de que los belicosos ciudadanos de la Francia volteriana, y con ellos los de toda Europa y el mundo todo, acabarían convertidos en los lisos, aburridos y acomodaticios consumidores de tiempo que ya somos. Con la inquietud vaga de un futuro que pudiera tal vez depararnos alguna sorpresa indefinida, consumimos más y más tiempo banal y abstracto aunque transcurra entre tremendas tragedias o catástrofes que olvidamos al día siguiente. Tenemos la digestión fácil.
Ramón Sender nos llamaba «digestivos». Y de entre los que no lo eran, de entre las raras excepciones, casi siempre rurales, que no se habían enterado aún de los tiempos nuevos, entresacaba los protagonistas de sus relatos. Éra nuestro escritor de los últimos verdaderos contadores de historias, porque en ellas la vida transcurre entre verdaderos aconteceres: sucesos de amor, vida y muerte que conmueven, y a veces nos dejan extrañados como con un escalofrío, porque ocurren de verdad. Para nombrarlos, necesitaba recurrir muchas veces a viejas palabras olvidadas del viejo Aragón o torcerles la etimología a otras del acervo común español para que olieran y sonaran como cascabeles. Ya en su tiempo nuestra lengua se estaba llenando de cantos rodados, de palabras lisas.
En nuestros tiempos lisos como autopistas -¡qué mejor símbolo que el AVE para esta aceleración final de nuestras democracias del bienestar!- en que discurren o se embalan nuestras vidas, ya no hay tiempo, ni ojos ni tacto ni paciencia, ni palabras siquiera para los más jóvenes, ni recuerdos, para que acontezcan cosas de verdad, verdaderos acontecimientos que estremezcan o nos sonrían, nos asombren o reconforten. “Nacencia“, en extremeño, he llamado a este rosario de palabras hoy, en la conmemoración de lo que en tiempos más antiguos fue el gran acontencimiento inaugural del gran relato cristiano de la vida. ¿Cómo reparar tan sólo en ello si lo llamara nacimiento, sin más, como es llamado hasta el hastío en el Corte Inglés, en los miles de belenes vivientes o de figuras a lo Salzillo que amueblan estos días las ciudades de Occidente, como ustedes o yo, en un descuido, lo volveremos a llamar hoy? Palabras lisas para tiempos lisos y digestivos.
Se nos pierde en dos o tres empellones más -o en dos o tres campañas publicitarias más de navidad- el gran relato trágico de la religión cristiana que empezaba con una nacencia, con el vagido de un niño pobre hijo de un carpintero, y que terminaba con la promesa de que ya nunca estaríamos solos ante la terrible presencia del mal entre nosotros, la vieja promesa del rabí de que ya para siempre quedaría entreabierta la puerta que nos resguardaría de la conspiración que el tiempo y la muerte tienen, desde tiempo inmemorial, tramada contra nosotros.
Si vives en un pueblo, según los estudios a que se hacen referencia en este reportaje de La Vanguardia, estás de enhorabuena: tu salud mental está, si no a salvo -¡quién nos libra! Y luego está la muerte por aburrimiento…-, más protegida, menos en precario. Vale la pena leerlo y estar al tanto de estas cosas.
Los estudios indican que vivir en la ciudad se asocia con una mayor actividad de la amígdala, pieza esencial de la respuesta al estrés y la ansiedad. De hecho, la tasa de prevalencia de muchos problemas de salud mental es mayor en las ciudades que en zonas rurales: aproximadamente un 40 % más de riesgo de depresión, un 20 % más de ansiedad y el doble de riesgo de esquizofrenia. En el pasado, las ciudades se planificaban atendiendo a intereses comerciales y productivos, sin tener en cuenta el bienestar de sus habitantes. Pero actualmente es preciso un cambio de paradigma, sobre todo después de las grandes crisis mundiales generadas por el cambio climático y la pandemia del covid-19. Existen diversos factores de la vida en las ciudades que pueden actuar como estresores: el hacinamiento, el ruido, la contaminación, y, cómo no, el propio diseño urbano.
Si al mirar a nuestro alrededor observamos un exceso de patrones repetitivos y geométricos como los de los edificios, eso nos puede generar estrés visual. De hecho, un predictor del estrés urbano percibido es el número de vértices isovistas, es decir, el número de vértices visibles para un individuo situado en una determinada localización. Por el contrario, el entorno natural parece tener una mayor complejidad fractal, lo que implica un menor número de fijaciones oculares y, por tanto, menor esfuerzo en el procesamiento de la información visual.
Utopías y mitos comparten el intento de conquistar una parcela de futuro, pero difieren en todo lo demás.
La utopía arranca de una ensoñación, no necesariamente narrativa, de un mundo distinto en un futuro poblado desde el ahora, mientras que el mito, mediante un relato, quiere convertir ese futuro en la prolongación de un presente intemporal, pues la alegoría de su narración performativa pretende dejarlo implantado para siempre, en una especie de repetición y fuga musicales.
Con la educación creo que sufrimos ese equívoco. Ahí donde parece que la utopía es más necesaria y factible, me parece que lo que tenemos son mitos. Particularmente el de Prometeo, un Prometeo, idealizado por el Romanticismo, que roba el saber de los dioses para repartirlo entre los hombres. Una idealización que se contradice con la realidad: que el sistema educativo, público o privado, está ligado de forma irresoluble a los intereses generacionales de los estados y sus corporaciones.El soñar despierto, y el deseo en que nace, de una utopía educativa requeriría tantas rupturas epistemológicas y políticas que es impensable su comparecencia en el status quo de las democracias del capital.
El niño autosuficiente de María Montesori, la escuela moderna de Ferrer i Guardia o las mismas poderosas propuestas de Paulo Freire -que al menos desconfiaba de ellas- no aparecen en nuestras pesadillas tecnoráticas sino como el mito de un Prometeo desvalido y devaluado, el Titán ladronzuelo e impopular que era percibido por el mundo antiguo.
Esta magnífica fotografía es de Ruth Orkin. Yo, como estas niñas, me pasaba los veranos leyendo y cambiando tebeos por las calles de mi pueblo.
En aquellas tórridas tardes de julio y agosto, a veces con el estridente concierto de las chicharras de fondo, recorría -junto a un amigo que se las sabía todas- las calles del pueblo, cuyo silencio protegía las inveteradas siestas de los vecinos, cargados los dos con una resma de tebeos bajo el brazo…
Nunca he vuelto a leer tan rápido como entonces. Los tebeos nuevos recién adquiridos en el intercambio, los leíamos fugazmente, cruzándolos con los de mi amigo. Reducíamos, a veces, la lectura, a un simple vistazo u ojeada: los hojeábamos, literalmente, antes de volver a cambiarlos.
Ahora sé lo que verdaderamente hacíamos y que tanto nos hacía disfrutar: habíamos descubierto el placer efímero e insano del consumismo. Que no hubiera dinero en el intercambio no importaba nada porque la satisfacción la provocaba la posesión instantánea y veloz de lo nuevo. Pero lo peor de todo lo cuento ahora:
La meta de cada día era descubrir algún inocente que no hubiera participado nunca en aquel mercadillo ambulante para poderlo engañar con facilidad. Unas veces ofreciendo un dos por uno falso y adobado de falsa publicidad; otras, insertando cuadernillos sin valor dentro de portadas vistosas; otras, por fin, seduciendo al incauto con la cantidad de hojas que ofrecíamos a cambio de sus escuchimizados cómics…
Llegué a tener en mis manos ejemplares raros o únicos que volaron de mi mazo con la misma rapidez con que los conseguía. En realidad, lo que llenaba mi codicia era el humo efímero y falaz del dinero y el capital, del beneficio y la pérdida, esa economía -mundo que, a tan temprana edad, aprendíamos ya a leer entre líneas, mientras perdíamos nuestras almas infantiles en aquel cambalache infernal…
En las pequeñas ciudades andaluzas hay tres sonidos que, a distintas horas del día, se expanden por el aire e impregnan los sentidos: las campanas y los pájaros por las mañanas y al atardecer, y los niños a la salida de los colegios, con el mismo alboroto que los pájaros… Los tres se acompasan al ritmo de la vida, lo contrario de los ruidos de la construcción o el escape estridente de los motores, que remiten a la angustia de las pesadillas… Son las tres cosas que más echo de menos cuando voy a la capital o al campo.
Una amiga de la red social Mastodon me comentaba, a propósito de esto, que a ella la angustia se la provocaba el zumbido de fondo por las noches en las grandes ciudades industrializadas. Otro apuntó que ese zumbido mecánico le recordaba el trabajo en las minas de los morlocks, en la ficción de El señor de los anillos… Yo apostillé que a mí me provocaba insomnio.
En un cuentecito de Kafka que leí hace muchos años (y que no he vuelto a encontrar, por más que lo he buscado las veces en que me acordé de él), le sucedía al protagonista que sufría de un insomnio irrevocable, que sólo cedía al sueño reparador cuando viajaba en tren. Racionalizaba esta extraña cura como consecuencia de un equilibrio entre dos «ruidos»: el suyo interno, que producía el insomnio, y el sonido rítmico del traqueteo del tren. De alguna forma, los dos ruidos se neutralizaban en una nueva dimensión del silencio…
El caso más espectacular de la relación entre sueño (entendido a partir de ahora como paz o silencio superiores), sonidos y ruidos es el de un conocido, que, tras trabajar durante años en una atracción de feria, con toda la parafernalia de música a gran volumen y el acompañamiento habitual de todo tipo de estruendosas máquinas, me confesaba que no podía dormir si no era oyendo música a toda pastilla en sus auriculares.
Casos extraños que espero que sirvan al lector amigo a pensar sobre la importancia que tienen en nuestras vidas sonidos, ruidos, música y silencio. Una importancia que nunca se ha visto reflejada, que yo sepa, en ninguno de los innumerables proyectos, más o menos utópicos, de redención humana a través del cambio social…