Nacencia

Buena noche buena: porque hoy tampoco dejarán de nacer niñas y niños, y mientras eso ocurra habrá esperanza…

Muchos jacobinos de la Revolución Francesa tiraban piedras a los relojes públicos para que el tiempo antiguo contra el que se revolvían se detuviera para siempre. El apedreo simbólico, junto a los nuevos calendarios revolucionarios que se inauguraron entonces, pretendía inagurar una nueva era que con ellos, orgullosos burgueses, empezaría: la nacencia de un tiempo nuevo. No eran conscientes de los tiempos tan lisos que en verdad inaguraban: un tiempo ya ajeno para siempre a los ciclos del nacimiento y la muerte, de la siembra y la cosecha, donde los únicos rituales y ritmo, y únicas y pequeñas alteraciones, son las motivadas por los grandes desplazamientos de las vacaciones y las doce campanadas de los variados consumos a que nos convoca periódicamente la publicidad.

Los ingenuos revolucionarios no eran conscientes tampoco de que los belicosos ciudadanos de la Francia volteriana, y con ellos los de toda Europa y el mundo todo, acabarían convertidos en los lisos, aburridos y acomodaticios consumidores de tiempo que ya somos. Con la inquietud vaga de un futuro que pudiera tal vez depararnos alguna sorpresa indefinida, consumimos más y más tiempo banal y abstracto aunque transcurra entre tremendas tragedias o catástrofes que olvidamos al día siguiente. Tenemos la digestión fácil.

Ramón Sender nos llamaba «digestivos». Y de entre los que no lo eran, de entre las raras excepciones, casi siempre rurales, que no se habían enterado aún de los tiempos nuevos, entresacaba los protagonistas de sus relatos. Éra nuestro escritor de los últimos verdaderos contadores de historias, porque en ellas la vida transcurre entre verdaderos aconteceres: sucesos de amor, vida y muerte que conmueven, y a veces nos dejan extrañados como con un escalofrío, porque ocurren de verdad. Para nombrarlos, necesitaba recurrir muchas veces a viejas palabras olvidadas del viejo Aragón o torcerles la etimología a otras del acervo común español para que olieran y sonaran como cascabeles. Ya en su tiempo nuestra lengua se estaba llenando de cantos rodados, de palabras lisas.

En nuestros tiempos lisos como autopistas -¡qué mejor símbolo que el AVE para esta aceleración final de nuestras democracias del bienestar!- en que discurren o se embalan nuestras vidas, ya no hay tiempo, ni ojos ni tacto ni paciencia, ni palabras siquiera para los más jóvenes, ni recuerdos, para que acontezcan cosas de verdad, verdaderos acontecimientos que estremezcan o nos sonrían, nos asombren o reconforten. “Nacencia“, en extremeño,  he llamado a este rosario de palabras hoy, en la conmemoración de lo que en tiempos más antiguos fue el gran acontencimiento inaugural del gran relato cristiano de la vida. ¿Cómo reparar tan sólo en ello si lo llamara nacimiento, sin más, como es llamado hasta el hastío en el Corte Inglés, en los miles de belenes vivientes o de figuras a lo Salzillo que amueblan estos días las ciudades de Occidente, como ustedes o yo, en un descuido, lo volveremos a llamar hoy? Palabras lisas para tiempos lisos y digestivos.

Se nos pierde en dos o tres empellones más -o en dos o tres campañas publicitarias más de navidad- el gran relato trágico de la religión cristiana que empezaba con una nacencia, con el vagido de un niño pobre hijo de un carpintero, y que terminaba con la promesa de que ya nunca estaríamos solos ante la terrible presencia del mal entre nosotros, la vieja promesa del rabí de que ya para siempre quedaría entreabierta la puerta que nos resguardaría de la conspiración que el tiempo y la muerte tienen, desde tiempo inmemorial, tramada contra nosotros.

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