Así que quedábamos hace unos días en la incomodidad y el aturdimiento que provoca la inquietante pregunta de Lenin, que viene rebotando desde entonces en tantas y tantas conciencias, aún empáticas o intelectualmente honradas, ante el insoportable radicalismo de la realidad: (que señalábamos, a modo de ejemplo, en el suicidio por hambre de un gorrilla malagueño) ¿qué hacer? Reformulada en el rosario de razones que traemos entre manos, la pregunta viene a parar en la dificultad de traducir la percepción de la injusticia en actos que sirvan para remediarla, en la necesidad de acomodar nuestra conciencia social con una vida cotidiana o pública -a ser posible en los dos ámbitos o cercos- que nos justifique, que certifica nuestra dignidad humana. Ronal Fraser, en un ensayo sobre la política como vida diaria incluido en su libro sobre la historia oral de la Guerra Civil 1, diferenciaba tres clases de objetivos transformadores en la vida de los hombres: los personales o privados (practicar una habilidad, técnica o artística, cultivar una huerta o tener hijos), los proyectos individuales o colectivos enfilados a objetivos públicos (creaciones culturales, compromisos y lucha políticos, movimientos religiosos) cuyas consecuencias sociales, de naturaleza local o grupal, aceptan, de todas formas, el orden establecido de las cosas, y, por fin, los objetivos colectivos, que, en un programa consciente de transformación del orden global, implica de forma mayoritaria a sociedades enteras (las revoluciones francesa, americana o rusa).
Unos se imbrican con otros y, como las ondas expansivas de una piedra arrojada al agua, actos cotidianos, pequeños compromisos en pareja o grupo, pueden tener consecuencias colectivas, transformarse en mínimos actos revolucionarios. En el fondo se trata del viejo dilema sin resolver: ¿qué debemos hacer antes: luchar por un hombre nuevo o por un nuevo mundo? La respuesta parece clara a estas alturas de una historia llena de derrotas y errores: las dos cosas simultáneamente de la mano. Así recuerdo que se hacía, en las postrimerías del franquismo, en los movimientos asamblearios de la Sierra Sur de Sevilla, cuyos planteamientos -quién lo hubiera dicho entonces- han cobrado renovada vida en las asambleas fundacionales de la Puerta del Sol y de tantas plazas, parques y barrios españoles, o en los cercos al Congreso, en los comités de vecinos de guardia frente a los desahucios, o en los grupos autogestionados de ocupaciones de casas vacías, de ayuda mutua, o en asociaciones de practicantes de la economía salvavidas del trueque de mercancías y favores.
La práctica que allí y aquí se preconizaban, ayer y ahora, de una democracia popular y directa, de una organización espontánea y autónoma, iba y va cogida del brazo de compromisos personales mínimos actos morales de ayuda mutua, de cambios en el sesgo de la vida diaria, del comportamiento cotidiano. Sólo así se puede evitar el peligro de que la ansiedad ante la ingente e improbable tarea nos lleva a la frustración, la resignación del «no se puede hacer nada» como penosa y única respuesta posible a la pregunta primera: ¿qué hacer?
Mi admirado David Harvey, al intentar responder a esta pregunta, en la última parte de su libro El enigma del capital (un refrescante relato de la naturaleza verdadera de las crisis del capitalismo, de lectura totalmente recomendable) lo hacía desde esta perspectiva compleja que incluye en un abanico necesario el compromiso personal, junto al ideológico y político; la perspectiva de la ecología, el enfoque de una ética radical que se expanda desde nuestra condición animal a la de seres de de juicio, de mujeres, ancianos y niños; la búsqueda alternativa de vida social al margen de las megaciudades, continuas productoras de ruinas, infelicidad, postales turísticas y miseria…
Este «pensamiento complejo», como lo llama Edgar Morin, el único posible según nos parece, no debe producir la ansiedad que lleva al abandono: el punto de partida y de llegada es nuestra vida diaria, el ámbito familiar de nuestros actos. Nadie elige donde termina buscándose la vida, de modo que, allá donde nos haya tocado hacerlo, la fábrica, la tienda, el aula o los mercados ambulantes, es donde está la posibilidad del hombre nuevo, del nuevo mundo. En cualquier lugar donde trabajemos o nos entretengamos, en nuestro quehacer cotidiano, podemos crear una esfera pública en que debatir o descubrir las mentiras de la neolengua con que quieren confundir la razón pública, comprometernos en pequeñas transformaciones personales, mínimos compromisos en ser mejores, prácticas humildes en la ayuda mutua… A la vez que podemos convertir en hechos nuestro desistimiento a la incitación paranoica con que el capitalismo nos invita al crecimiento continuo, a la acumulación sin fin de mercancías, fetiches, experiencias, amores o años muertos en vida según la regla del interés compuesto y la pensión póstuma. A lo mejor la respuesta a la pregunta ¿qué hacer? sea la más simple y tonta de todas: haciendo.
- Ronald Fraser, Las dos guerras de España, Barcelona, 2012. ↩
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