La culpa y el poder simbólico

Apenas pasados unos días de los fastos retóricos que tuvieron lugar con la forzada comparecencia parlamentaria del presidente del Gobierno, en plena canícula de julio, ya empezaron a leerse en los Medios sondeos y encuestas sobre la opinión de los españoles, particularmente -como es natural- sobre intenciones de voto y puntuaciones escolares de los principales partidos políticos y de sus cabezas de cartel. Lo que allí se leía era bastante previsible, como siempre lo es: los dos grandes partidos de la Restauración, PP y PSOE bajaban aún más en la estima pública, aunque sin exagerar; los dos más pequeños, pero que andaban sacando más nota desde hacía tiempo y gozando de una mayor confianza y favor social, IU y UpyD, seguían haciéndolo, aunque sin que fuera la cosa escandalosa ni muy llamativa; los grupos nacionalistas históricos de Cataluña y el País Vasco seguían más o menos contando con la vieja fidelidad de sus electores y los partidos pequeñitos, como EQUO, seguían siendo muy pequeñitos aun con la esperanza de un lugar al sol en el Parlamento, a regañadientes del dictum severo y bismarquiano de nuestra ley electoral y el impío cálculo de los restos ideado por Victor d’Hondt, adoptado por los cautelosos patres conscripti1 de nuestra Constitución.work-buy-consume-die-graficanera-NO-COPYRIGHT

Decía antes que eran previsibles esas declaraciones, en mayor o menor medida mentirosas, del mismo modo que son previsibles las preguntas de los encuestadores. Y es que la previsibilidad es la condición fundamental que las ciencias sociales y los estados esperan del comportamiento y organización de las sociedades humanas bajo su cuestodia. Desarrollemos esa idea: en estos mismos meses estivales apareció en el diario El País un artículo de Javier Solana escrito a la vuelta de su estancia en Irán, adonde había asistido, junto a otros ex ministros de Exteriores, como invitado a la jura del nuevo presidente iraní de Hasan Rohani ante el Parlamento de su país. En su reflexión, llena de buenas sensaciones políticas ante el devenir de Irán con su nuevo líder (un clérigo moderado, por decirlo, según es uso y costumbre, con ese enojoso, repetido y malintencionado epíteto de la neolengua), Javier Solana confirmaba su esperanza en que Irán se convirtiera, de la mano de Rohani, en un estado con un comportamiento predictible.

La predictibilidad, como opuesto complementario que es de la incertidumbre, es, pues, la condición más preciada de la vida de los estados que pretende, por su naturaleza, reducir a mínimos los riesgos del azar y del futuro inaugurando así el tiempo plano, el eterno retorno de lo mismo, a que ha quedado reducida la vida humana bajo el imperio de las democracias mercantiles. Predictibilidad que garantiza la paz mentida de los estados occidentales, el correcto funcionamiento de créditos y seguros -que necesitan la previsibilidad en el comportamiento de los pagadores- o la ausencia de sustos o trastornos azarosos en los fastos electorales y en la reglada vida en común de las ciudades. Es esto, realmente, lo más sorprendente: cómo la gente, incluso en periodos de guerra o agitación social, sigue las pautas y rutinas habituales y predecibles, levantarse a la hora del trabajo, hacer un stop en un cruce, comprar el pan, abrir el grifo o ir a votar cuando Dios manda. En contra de la propaganda y persuasión estatales, que insiste continuamente en el desorden, el caos y la violencia de todos contra todos -lo que es natural: justifican la existencia de los estados-, lo que sucede es justamente lo contrario: que prácticamente todo el tiempo la vida social transcurre por sus predecibles pasos contados.

Por todo ello, una de las preguntas más inquietantes que debemos hacernos es la que se hacía el filósofo -que tanto tiene aún que decir a nuestro mundo- David Hume: «Nada hay más sorprendente, para quien observa los asuntos humanos con una mirada filosófica, que ver la facilidad con la que la mayoría es gobernada por tan pocos, observar la sumisión implícita con la que los hombres abdican de sus propios sentimientos y pasiones en favor de los de sus gobernantes»2. Sorpresa que podemos actualizar en la mansedumbre con que la mayoría social de las sociedades europeas sobrellevan el proceso acumulativo de expropiación de bienes y riqueza común que sufrimos desde hace ya casi una década. Aunque está por ver el resultado de la implosión social y política de nuestro mundo, lo que sí es constatable y chocante es la ausencia de una explosión abierta, al menos urbana, y una rebelión comunitaria de las clases subalternas frente a tal proceso.

me-siento-observado1La respuesta no puede estar más que, como vio de forma tan clara Pierre Bordieu, en que las relaciones que establecen los estados con sus ciudadanos no son solo relaciones de fuerza sino, y fundamentalmente, relaciones simbólicas. Es el poder simbólico sobre las conciencias individuales (el filósofo francés habla incluso de un «proceso histórico de acumulación simbólica» paralelo al de la acumulación de capital, que pasó desapercibido a Marx) lo que nos ayuda a entender el increíble poder anestésico de los estados contemporáneos, la llamativa mansedumbre social que reina en nuestras sociedades. Es ese poder simbólico el que queda delatado en el lenguaje performativo dominante en la clase política actual («España es un gran país y saldrá de la crisis», «Gibraltar español», «Ya estamos saliendo de la recesión…», «Debemos sacrificarnos por un futuro mejor», «No se pueden subir impuestos a las empresas porque, si no, no crearán puestos de trabajo», etc.) tanto como en la sublimación fetichista de los éxitos deportivos o en el sentimiento de culpa colectiva (fuimos derrochones) que sólo tiene cumplimiento en la expiación correspondientes (tenemos que ser austeros). Es con esto que acabamos:

la-culpabilidad-1Contaba Slavoj Zizeck en una entrevista: «Aquí en Zurich, compré un paquete de golosinas caras, empaquetadas herméticamente, hay que comerlas muy frescas, y me reí mucho al abrir el paquete, pues decía: “Sofort Geniessen!” (“Disfrútelas en seguida!”) Eso es ideología hoy. Literalmente, lo escucho una y otra vez de psicoanalistas: las personas tienen sentimientos de culpa, no porque tengan deseos prohibidos, como antes, cuando los homosexuales sentían culpa, no: las personas se sienten culpables porque no son capaces de disfrutar» Ese es el pecado original -literalmente, la ideología de hoy, como decía Zizeck- de la clase-masa predominante, la de los consumidores frustrados. Y para ese previsible pecado, como para todos los pecados originales -bien lo sabemos- no hay bautizo que lo expíe para siempre sino, en todo caso lo único que hay, para aliviar y hace más llevadera la culpa, lo que nos queda solo es el cumplimiento de la penitencia diaria en este infierno anticipado en que se ha convertido nuestra vida.

1 Los patres conscripti eran los 100 patricios elegidos sin alternativa, de ahí el nombre con que se les conocía, en el primitivo Senado romano.

2 La cita, traducida por mí, proviene del libro Sur l’État, de Pierre Bordieu, París, 2012, pág. 257.

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