El mayordomo

Yo tenía un amigo, con fama de rebelde sin causa, temido por sus provocaciones y admirado por su manera de vivir al margen de las convenciones. Un día me sorprendió al confesarme, en una de esas charlas en que nos vemos envueltos de jóvenes, tantas veces, sobre lo que querríamos que fuera nuestra vida futura, que él, de verdad de la buena, lo que siempre quiso ser es mayordomo de una gran casa. Me quedé de una pieza, claro.

Toda la admiración que sentía por aquel amigo se me fue de golpe a la nube de los actos fallidos. Pero después le agradecí su sinceridad, porque me ayudó a entender mejor la naturaleza humana. Bueno, para ser sincero yo también, la naturaleza humana de la clase obrera a la que él y yo pertenecemos. Y me puse a pensar a toda máquina qué demonios había tras aquella afirmación tajante que sonaba a una de sus “boutades” de siempre. Se lo pregunté, por supuesto, y he aquí, más o menos su respuesta: “Es que en ese trabajo no tendría que pensar, sólo planear y ejecutar; al levantarme, cada día estaría ya ocupado de antemano y en cada ocasión de duda, la misión fundamental de mi vida estaría clara: hacerle la vida más fácil a mi señor”.

Por si algún lector se alarma, piensen despacio en cuánta gente, de cualquier edad, no desea en el fondo, como mi amigo, que alguien le organice la vida, que una cotidiana predestinación le indique en qué ocupar las 24 horas del día. Piénsenlo. Y no fue la última vez que oí ese razonamiento: con otro amigo. éste con más violencia contenida en su interior que decidió enrolarse en el ejército, tuve una conversación parecida. Una pregunta como “¿Me puedo acostar ya, señor?” puede que dé sentido a muchas vidas.

Al leer en la prensa nacional que el 72% de los hijos de obreros deja de estudiar tras finalizar o malacabar la ESO y, en su mayoría, vuelve a la casa o se pone a trabajar, no puedo más que recordar y usar estas paradójicas explicaciones. Los nombres que podemos darle pueden ser otros, más convencionales y digeribles, pero el resultado es el mismo: miedo a la libertad (Erich Fromm), la estructura bicameral de nuestro cerebro. Qué más da el nombre que le demos. A mí me gusta llamarlo el síndrome del mayordomo.

Está ahí, a nuestro alrededor, en nosotros. Cuando oímos que 9 de cada 10 de las mujeres que trabajan sufren acoso sexual-laboral por parte de sus jefes o compañeros, muchos nos alarmamos e inquietamos. Pero cuando nos dicen los que saben de estas cosas que sólo una cuarta parte de ellas lo comenta con alguien (digo comentarlo, no que hagan otra cosa más conflictiva o radical) y que cuando los empresarios se enteran, en un 50% no hace nada, en un 5% lo consideran un incidente normal en el día a día del trabajo y un 4% traslada a la trabajadora de lugar, a la inquietud y la alarma tiene que sumarse una explicación.

El espíritu de mayordomía que atenaza a tantos hijos de la clase obrera que, a duras penas terminada la ESO, prefieren servir al primer señor que les pague antes que atreverse a iniciar un camino en busca de la luz (y más euros) y de luchar por un nombre propio; la oscura resignación de la trabajadora besuqueada u obligada a sonreír ante sucios chistes verdes del jefe; todo ello son señales que sólo en contadas veces salen a la luz del conocimiento público de los estragos que, como un enorme y doloroso descosido sobre la maltrecha piel humana, causa día a día el «progreso progresado», la expoliación fiduciaria y sin control del mundo que ya no conoce más límite que la posible y pasajera bondad de algún señor sobre su obediente mayordomo. También a mí el contador de minutos de mi reloj me dice que debo acabar ya. ¡Qué alivio!

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