El síndrome de la redención

Rosa Montero habla de lo que llama «el síndrome de la redención» en las mujeres.

Una que, por ejemplo, se enamora de un tipo «áspero y grosero», pero se empeña es que es una apariencia falsa: que por dentro es un hombre dulce y que ella lo sacará a la luz, pues solo necesita «sentirse más querido, más seguro, mejor acompañado». Necesita solo su «varita mágica»…

Tal es es su síndrome de perdición.

En corro

Uno es hijo de sus contradicciones. Por ejemplo, tengo que confesar una que nunca he logrado resolver del todo. Y es que, a pesar de la enorme masa de espacio y tiempo que he dedicado a leer libros en solitario, lo que me gusta de verdad es la lectura expresiva, en voz alta, en corro. De hecho, soy un lector lento en comparación con los que aprendieron con técnicas más modernas de lectura silenciosa y veloz. La mayor parte de las veces hago una lectura subpalatal, es decir, pronunciando aunque sea en un nivel inaudible para los demás. Así aprendí. Y así gocé las primeras veces de la lectura coral, alrededor de la mesa camilla, que hacía mi padre de las noticias del día, cuando disponía de un periódico. Era común en tiempos sin televisión, o con la televisión estropeada, que era casi siempre.

Mi tío abuelo Manuel es el primer lector de libros que conocí. Entiéndaseme bien: lector de novelas del Oeste, no de obras clásicas consagradas por el Canon, ni nada parecido. Eso sí, las novelas del Coyote -eran sus predilectas-, de José Mallorquí, tenían ínfulas literarias. Contaban las estupendas aventuras de don César de Echagüe, un californiano criollo y justiciero que, gracias a la doble vida que le proporcionaba su máscara (un poco al estilo del Zorro, popularizado por el cine) y a su carácter de propietario agrario, hacía frente al nuevo poder norteamericano y sus abusos.

Me fascinaba la figura de mi tío abuelo, leyendo en silencio en una dependencia de la casa a la que teníamos vedado el acceso los niños de la familia en los momentos en que lo hacía. Era magnético: inmóvil durante horas, ensimismado -yo lo espiaba cautelosamente- y silencioso, pero también me resultaba incomprensible en su opacidad. Según crecí y aprendí a leer, lo imitaba; pero me aburría, y enseguida buscaba a  alguien dispuesto a compartir mi lectura en voz alta. Siempre ha sido así desde entonces, aun al precio de gozar de la fama bien ganada de “pesado”. Mucho más agrias, desde luego, han sido las recriminaciones que he recibido viendo cine con alguien, porque siento la misma necesidad incontrolable de comentar y preguntar, o hacer algún espóiler, sobre la ficción de la película.

Esta inveterada costumbre, pero ya de modo planificado, la he mantenido en mis años de profesor. Siempre he dedicado un día -el viernes, casi siempre- a la lectura coral de un libro, aunque también cualesquiera de los textos de trabajo que, por la naturaleza de mi asignatura, estudiábamos y comentábamos en clase. Han sido los momentos más placenteros en el aula: hacer que las palabras escritas sobre el papel levantaran el vuelo convertidas en mariposas de colores, devueltas a la alegría del aire…

Tras todo lo dicho, es fácil entender que he conceptualizado y razonado mi crítica a la lectura solitaria como una de las grandes rémoras del universo Gutenberg. En realidad, la llegada de la Internet social fue para mí una enorme liberación, y la razón última de que aún siga por aquí todos los días, dando cuenta de mis lecturas o pensamientos, compartiéndolos al instante con otros. Aunque con las dificultades conocidas -la tiranía contemporánea de la imagen-, estas nuevas formas de “leer” (en su significado más amplio posible: la actualidad, las razones, los poemas, el apunte cotidiano…) nos han hecho salir de la soledad del lector ensimismado al encuentro común con las lecturas de los demás…

Eterno retorno

Aunque los renacentistas lo consideraban una enfermedad, una especie de infección que se contagiaba a través de la mirada, no hay tal cosa exterior a nosotros como lo que llamamos amor. Sin embargo, hay enamorados, miríadas de enamorados, que a cada instante atestiguan esa realidad intangible. Es de esas verdades solo accesibles por los testimonios: no son cosas, no son conceptos, un poco a la manera de los profetas de las grandes religiones, pero de forma más universal y constante, menos interesada.

Cada vez que algún humano, a lo largo de la historia de nuestra especie, ha dicho “te quiero” a alguien, tembloroso y con los ojos húmedos, en cualquiera de las infinitas lenguas de la Tierra, ha dado existencia al amor, ha transformado la palabra en cosa.Una cosa que muere y renace continuamente, en el más misterioso eterno retorno que nos es dado conocer.

Mar y viento

La mer, la mer, toujours recommencée

«Le Cimetière marin»  (Paul Valéry)

Soy de tierra adentro y de una generación poco dada a viajes o aventuras, por eso no conocí el mar hasta después de los veinte años. Para colmo, ya velaban mis ojos las cataratas de la literatura y el cine. Así que rectifico: conocí el mar pronto, pero en versos y en películas. Fue literaria incluso la expectativa que tenía cuando mi acompañante en el coche me advirtió de su inminente aparición. Si una sensación recuerdo del encuentro fue de respeto y miedo: un encuentro más bien contrariado y distante. Ni siquiera sentí la cosquilla acariciadora del agua, común al decir de la gente: solo su frialdad.

Nunca he llegado a nadar bien y aguanto poco tiempo en su seno, menos aún que tumbado al sol o comiendo sardinas. Y ya siempre ha sido así, sin remisión posible. Hasta mi hija ha heredado esa relación incómoda y aún recuerdo su llanto desconsolado cuando la acerqué a la orilla sentada sobre mis hombros, aún muy pequeña…

El equivalente al mar en mi imaginario y mis sentimientos es el viento, todos los vientos. Debe ser porque me crié en tierras donde el viento solano gobierna las vidas y el humor de la gente y de los gatos. Amo la sensación de libertad que me proporciona, la fuerza y el afán, y al mismo tiempo la ligereza y liviandad con que me asiste; sus mil rumores, sus murmullos o aullidos irascibles. Auuu….

El libro sin abrir

Un viejo amigo al que no veía hacía tiempo, me ha traído un libro de Cristina Morales que tiene el sugestivo titulo de “Ni amo ni dios, ni marido, ni partido de futbol”.

Por supuesto le he prohibido que me adelante nada: soy reacio a los spoilers. Me gusta quitar la primera capa de la cebolla con la sola pista del titulo. Me gusta imaginar lo que podré encontrarme, tramas,aventuras, enigmas, vicisitudes de los personajes… A veces creo por mi cuenta verdaderos libros paralelos aun antes de leer el libro real.

Si el libro sin abrir es mejor que el imaginado por mí, siento una gran alegría y si no, qué le voy a hacer, una enorme decepción. En el fondo es lo mismo que hacernos al conocer a alguien, cuando nos lo presentan: nuestro conocimiento de los demás es en realidad, profundamente especulativo, una mezcla de hipótesis, imaginación y ensoñaciones.

Se trata de un proceso que, por lo demás, nunca acaba, como el de la lectura. Como en ella, ese conocimiento nos enriquece cada vez más o nos empobrece, por el contrario. Las amistades perdidas, los amores rotos, las sociedades corrompidas no son sino el resultado final frustrado de esa ansiosa tentativa interminable, mezclada con el temor de llegar al final, el de papel o el de la vida…

No aprendía, pero aprendía

Leemos en Ana Karénina, a propósito del empeño de Karenin por “educar” a su hijo Seriozha, ya consumada la separación de Ana…

Tenía 9 años, era todavía un niño, pero conocía su alma, la apreciaba y la protegía, como el párpado el ojo, y no permitía que nadie penetrara en ella sin la llave del afecto. Sus educadores se quejaban de que no quería aprender, pero lo cierto es que su alma estaba sedienta de conocimientos. Aprendía con Kapitónich, con la niñera, con Nádenka, con Vasili Lúkich, pero no con sus maestros. . El agua con que contaban su padre y el preceptor para mover la rueda se había filtrado hacía mucho tiempo, pero seguía cumpliendo su labor en otro lugar.

Es algo que le ocurre a todos los niños, pero no sé por qué casi nadie cae en la cuenta… Si lo hiciéramos, nos ahorraríamos muchos disgustos y tanta palabrería.

Pintar a la clase obrera

Este es un tema sobre el que he pensado y escrito muchas veces y sobre el que volveré pronto en este weblog. No solo me ha interesado como objeto de conocimiento, sino que capturó y condicionó gran parte de mi vida. Para abrir boca, este estimable análisis publicado en Jacobin.

En los años previos a la Gran Depresión, la Escuela Ashcan rechazó las normas del mercado del arte, optando por un realismo inspirado en la vida de los trabajadores portuarios, los vendedores ambulantes y las familias inmigrantes de las ciudades en proceso de modernización.

Pintar a la clase obrera

Imagen/foto

Aprincipios del siglo XX, muchos pintores occidentales trataron de realzar el mundo visual mediante la glorificación. Los retratos de políticos y miembros de la alta sociedad infundían orgullo a los sujetos adinerados, mientras que los paisajes y las obras narrativas contaban historias épicas en enormes lienzos. En Estados Unidos, la revolución industrial alteró el paisaje de todas las grandes ciudades con el rápido aumento de los rascacielos y la presión de los trabajadores sobre la piedra de afilar.

Los pintores burgueses no estaban preparados para retratar el desarrollo urbano y sus efectos en la gente corriente, pero un grupo de artistas de la clase obrera captó el espíritu de esta época yendo contra la corriente. Estos artistas, conocidos como Escuela Ashcan, se habían curtido como caricaturistas políticos durante el auge del periodismo de investigación. Trabajar en los periódicos les acercó a este entorno social en rápida industrialización, inculcándoles un sentido de presencia periodística. Sirvieron a la prensa como lo haría la cámara fotográfica unas décadas más tarde, llevando su arte del postimpresionismo al realismo documental.

[…]

Dirigida por el influyente artista y educador Robert Henri, la Escuela Ashcan reunió a pintores de tendencias socialistas y anarquistas —como John French Sloan y George Bellows— y a pintores progresistas como George Luks, William Glackens y Everett Shinn. Su apodo se debe a una queja dentro de la publicación socialista The Masses, donde algunos de ellos trabajaban como ilustradores. Un miembro del personal se lamentaba de que los artistas publicaban demasiados «cuadros de latas de ceniza» (en inglés, pictures of ash cans), en referencia a sus representaciones poco sentimentales de la vida en la ciudad y de temas proletarios no tradicionales. Lejos de desanimarse, los artistas se identificaron positivamente con la crítica y el nombre se mantuvo.