Un gran movimiento social nunca se contenta con plantear reivindicaciones. Pone de manifiesto una aspiración colectiva a cambiar la vida; se apodera de sus participantes y los transforma. Esta fue la experiencia de la escritora Annie Ernaux durante las manifestaciones de noviembre-diciembre de 1995.
por Annie Ernaux, febrero de 2023
Fuente: Le Monde diplomatique en español
Como ocurre a menudo, aquello no se vio venir. Jacques Chirac acababa de ganar la elección presidencial con una denuncia de la “fractura social”. Encarnaba una derecha popular, o al menos atenta a su electorado popular. A diferencia del proyecto sobre pensiones del actual Gobierno, el de 1995 sobre seguridad social, equiparación de las pensiones públicas y privadas y otros puntos de la reforma no se había anunciado, ni había sido objeto de debate previo. Nos cayó de improviso en noviembre de 1995 y tardamos un poco en entender lo que estaba en juego. Pero estaba la arrogancia de Alain Juppé, primer ministro y artífice del plan, los humos del que sabe más y da la humillante sensación a quien lo escucha de formar parte de una masa necesariamente estúpida. Creo que, al principio, aquello fue lo que más se nos atragantó, la arrogancia. Necesitábamos levantar la cabeza.
El 24 de noviembre de 1995 fue el primer gran día de huelga contra el plan Juppé y el inicio de una movilización de todos los sectores públicos. Ni trenes, ni metro, ni oficinas de correos ni escuelas. Hacía mucho frío. Recuerdo una exaltante sensación de incertidumbre, de estar viviendo uno de esos contados momentos de historia en caliente en los que, por una vez, los actores son la gente que trabaja. Durante una semana, creo que no fui yo la única en pensar que estábamos en un momento prerrevolucionario. A diferencia de mayo de 1968, la población en su conjunto apoyaba la huelga. Los trabajadores del sector privado, que no estaban en huelga, decían a los del sector público: “Hacéis huelga por nosotros, en nuestro lugar”. Salíamos de repente del túnel de los años posteriores a 1983, de aquel fin de lo político que tenía por todas partes sus pregoneros. Al reivindicar sus derechos, los ferroviarios, los agentes de la EDF (Electricité de France) y los trabajadores de correos plantaban cara al reino ineluctable de la economía, desafiaban el orden del mundo. No recuerdo si allí saltó el lema “otro mundo es posible”, el que luego se oyó en el foro de Porto Alegre y en las calles de Seattle y Génova. Pero sí fue durante aquellos días de diciembre de 1995 cuando los franceses tomaron conciencia de que la vida de los ciudadanos la regían los mercados, la internacionalización del comercio y la construcción de una Europa liberal; cuando empezamos a asociar construcción europea con demolición de los derechos sociales, o, mejor dicho, cuando empezamos a denunciar las reformas como otras tantas concesiones a la Comisión de Bruselas. Con otros muchos, en 1992 voté no al referéndum de Maastricht. La integración europea que defendía François Mitterrand, con todo lo que arrastraba –competencia, desmantelamiento de los servicios públicos– venció por los pelos.
Esperábamos que los socialistas en el poder cambiaran la vida. Como así lo habían prometido. En 1981 se adoptaron muchas medidas sociales importantes, como la quinta semana de vacaciones pagadas y la jubilación a los 60 años. Luego, con el “giro de la austeridad”, en realidad un giro liberal, estábamos a mil leguas del esperado Frente Popular de 1936. Mi ruptura inevitable con aquella izquierda se consumó con la guerra del Golfo en 1991, con la gélida pomposidad de Mitterrand –“las armas hablarán”–, la implicación de Francia junto a los estadounidenses, los miles de muertos bajo las bombas en Bagdad y el entusiasmo mediático por la operación Tormenta del Desierto.
La izquierda abjuradora, los editorialistas, los expertos: en 1995, todo este bando se movilizó por Juppé. En apoyo de su plan había discípulos de Michel Rocard, como el antiguo ministro de Sanidad, Claude Evin. Estaba Nicole Notat, que llegó a pedir al Gobierno que introdujera un servicio mínimo en el transporte (fue abucheada por militantes de la CFDT, la Confederación Francesa Democrática del Trabajo, en la manifestación del 24 de noviembre). Estaban los grandes medios de comunicación, incluidos los del servicio público, France Inter, por ejemplo, todos a favor de las medidas del Gobierno.
En aquel momento se escindió la izquierda intelectual. Parte de ella había firmado una petición a favor de la reforma. Entre ellos figuraban el filósofo Paul Ricœur, el sociólogo Alain Touraine, Pierre Rosanvallon o Joël Roman y Olivier Mongin, del comité redactor de la aún influyente revista Esprit. Yo, admiradora de la obra de Ricœur, quedé atónita, indignada, al leer que existía en resumidas cuentas una élite que poseía “una comprensión racional del mundo” y, por otra parte, la gran masa de gente movida por sus pasiones, por la ira o el deseo. Eso dijo Pierre Bourdieu a los ferroviarios en lucha en un formidable y memorable discurso en la parisina Estación de Lyon, discurso que, creo yo, admite pocos retoques hoy, en 2023: “Esta oposición entre la visión a largo plazo de la ‘élite’ ilustrada y los impulsos cortos de vista del pueblo o de sus representantes es típica del pensamiento reaccionario de todos los tiempos y todos los países”.
Pierre Bourdieu fue una de las principales figuras de la otra petición de intelectuales, la que apoyaba a los huelguistas. La firmé porque obviamente yo estaba de aquel lado (1). Ahí tuve la oportunidad de compartir compromiso con una persona que había sido clave en mi emancipación intelectual y en mi devenir de escritora. Por la lectura de Los herederos, en 1971, me sentí autorizada a escribir Los armarios vacíos, libro que publiqué en 1974. Seguí leyendo su obra desde aquel entonces, La distinción, La nobleza de Estado y este libro que es a la vez retrato y análisis de la sociedad francesa, publicado dos años antes del plan Juppé, La miseria del mundo. La implicación política de Bourdieu en la huelga me supuso la obligación, como escritora, de no ser simple espectadora de la vida pública. Ver a este sociólogo reconocido internacionalmente involucrarse en el conflicto social, oírlo hablar, representaba una inmensa alegría, una liberación; sus palabras hacían que nos creciéramos, cuando Juppé y los demás se esforzaban por doblarnos la cerviz.
Lo propio de todas las huelgas duras y largas es que rompen el curso habitual de los días. La de 1995 tuvo la particularidad de que parte de la población tenía que seguir acudiendo a la fábrica o a la oficina sin más medio de transporte que el automóvil. Había mucha solidaridad y buena dosis de ingenio. Se improvisaba para compartir el coche. La venta de bicicletas se disparó. Recuerdo que mi hijo tuvo que comprarse una bici de montaña para ir a trabajar a las afueras de París y que en el supermercado al que fue, ¡era el propio Poulidor quien la promocionaba! Lo cierto es que todos caminamos mucho, prietas las filas por aceras generalmente vacías, como entre el barrio de La Défense y la avenida de la Grande Armée, en el Puente de Neuilly. Hacía un frío polar, había nieve. En Los años describí aquellas marchas invernales como un acto de memoria. Durante las trabajosas caminatas por ciudades sin metro ni autobús, anidaba en los cuerpos una secreta mitología, la de las grandes huelgas que uno no necesariamente ha conocido.
Recuerdo la extraña sensación que me proporcionaba la lectura vespertina de Le Monde, como si este hubiese estado por debajo de la realidad y del presente, una sensación, por cierto, que es la que provoca cualquier drástico cambio social. De forma general, los periódicos y las radios estaban repletos de editoriales aleccionadores, de odio hacia los trabajadores en lucha. Me alegré mucho de la creación, unos años más tarde, de PLPL, “El periódico que muerde y huye” (2).
En aquella movilización tan rápida y tan fuerte contra el proyecto del Gobierno fue determinante el papel de dos líderes sindicales, Marc Blondel por FO [Fuerza Obrera] y Bernard Thibault por la CGT [Confederación General del Trabajo], y también el de los disidentes de la CFDT que crearon SUD [Solidarios Unitarios Democráticos] –que después de 1995 se impondría como una destacada organización de lucha–. Pero lo que ocurrió no puede entenderse sin la especie de sacudida que el plan Juppé había producido en la sociedad francesa. Este plan amenazaba el sistema de seguridad social, una conquista de la Liberación, y las pensiones, cosas fundamentales, por tanto, y hasta existenciales. No importaba que la reforma pusiera la mira en los funcionarios y asalariados de las empresas públicas. La gente percibió claramente que, al atacar a los agentes de los servicios públicos, el Estado estaba atacando indirectamente el modo de vida de todos, y hoy podemos ver que eso es efectivamente lo que ha ocurrido en veinte años. Bien lo entendían los manifestantes de 1995, cuando coreaban “Tous ensemble!” (‘¡Todos juntos!’) en defensa de las “conquistas sociales”, una expresión que, creo yo, se consagró en aquel momento. Hoy ya suena menos. Décadas de liberalismo económico han hecho de esta expresión algo casi embarazoso y culpable. Todo está confabulado para sacarnos esta idea de la cabeza y de la propia vida, mientras que sí son legítimas las ventajas adquiridas por los que más tienen. La edad legal de jubilación se ha convertido en una variable de ajuste de los intereses económicos. Y esto es lo que está en juego hoy: la conciencia de que el Estado tiene derechos omnímodos sobre la vida de los ciudadanos y puede aplazar a su antojo el momento en que por fin se podrá disfrutar de la vida. Es a la esperanza del descanso, de la libertad y del placer a lo que ataca la reforma de Macron. De ahí la oposición de todas las categorías activas, jóvenes y mayores, de la población. De lo que en cambio no hay duda es de que el presidente puede contar con el apoyo de los pensionistas acomodados –su electorado desde siempre– para una reforma que no afectará sus vidas de ninguna manera.
Lo que sobrevive de 1995 es sobre todo el recuerdo de la última movilización sindical victoriosa. O más bien de una victoria a medias. Si bien el Gobierno Juppé renunció a equiparar las pensiones del sector público, la otra parte del plan quedó aprobada, las medidas de control de la Seguridad Social. En lo que hemos fracasado, más que nada, es en inventarnos otro futuro. A pesar de las luchas en hospitales, escuelas y universidades, tras veinticinco años de liberalismo desbocado vivimos en un país en el que se han desmantelado los servicios públicos, las escuelas, las universidades y los hospitales.
No hay quien no vea cómo va creciendo una exasperación sin precedentes de los asalariados, que ya no pueden con la precariedad de los contratos y con lo absurdo del trabajo. Nadie puede perder la esperanza en una juventud que ha bloqueado institutos y universidades contra la mercantilización de la educación, que en todas partes lucha contra los grandes proyectos inútiles y por el clima. Desde el #MeToo de 2017, el feminismo ha recobrado una fuerza extraordinaria. Sobre todo, ha habido tal desprecio por las clases trabajadoras, por lo que yo llamo mi raza, esa que me han reprochado querer vengar… Está claro que, sea cual sea el resultado de la lucha actual, se volverán a desatar nuevas olas de protestas.
Por lo pronto, ya se ha producido esta extraordinaria movilización del último 19 de enero. Qué gusto poner la radio esa mañana y escuchar la música ininterrumpida de los días de huelga en lugar de las preguntas más o menos pérfidas de los presentadores del espacio matutino, canciones en lugar de crónicas del desastre. Y lo que me colmó de felicidad fue enterarme, por la noche, de que dos millones de personas se habían manifestado en toda Francia para rechazar el plan del Gobierno.
Pese a nuestras derrotas, aunque el recuerdo del invierno de 1995 y de sus noches frías parezca a veces desvanecerse en mi memoria como si de un sueño lejano se tratara, estos manifestantes de enero de 2023, tan numerosos que a duras penas conseguían salir de la plaza de la República, me han traído al recuerdo los versos de Éluard: “No eran más que unos pocos / en toda la tierra / cada uno se creía solo / de pronto fueron multitud”. Me gustaría darles las gracias por ello. No agachemos más la cabeza.