Una vez, en una charla con estudiantes de la Universidad de la Habana, Fidel Castro dijo “Entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante era creer que alguien sabía de socialismo o que alguien sabía cómo se construye”.

Ponía en práctica así, con ese reconocimiento-disculpa, lo que en el ya olvidado lenguaje de la izquierda se llamaba “autocrítica”, y que era una cura ascética que se exigía a los militantes para que, mientras tanto llegaba la nueva sociedad, se fuera conformando, al menos, el hombre nuevo.
Cuánto echamos de menos esa ascesis de la autocrítica en los gobernantes de nuestra feble Europa, que de tan humillante manera vemos cada día vender su alma -el capitalismo con rostro humano- en la pública almoneda de las deudas y las sospechas… Y en cuanto a la “docta ignorantia” manifestada por Castro, en efecto, ¿quién sabe de socialismo, ni qué futuro mundo, mejor y posible, evoca esa palabra, que ha llenado de esperanzas y espíritu de lucha a tantas generaciones?, ¿quién sabe cómo se construye eso?
Pero sí sabemos, al menos, lo que no es y cómo no se edifica. Desde luego no es eso que se sigue llamando aún “estado del bienestar”, con esa fórmula lingüística tan edulcorada y bienpensante como el original inglés que traduce, el “welfare” de marras: ese espejismo sociopolítico en el que se ha diluido, como un medicamento homeopático, la socialdemocracia europea.
Su nostalgia de un capitalismo potente, moral y productivo, cuyos excedentes de riqueza redistribuiría el estado mediante un sistema fiscal progresivo, ha dejado a los partidos socialistas de nuestro mundo cercano, literalmente, con la palabra en la boca, sin saber qué decir ni hacer salvo ofrecer carne a la fiera de la especulación universal -insaciable por naturaleza- para que se calme, como si fuera sólo el molesto e irascible perro del vecino.
Tampoco es socialismo, como sabemos desde hace tanto tiempo, el capitalismo de estado y partido único que ha (re)descubierto China en esta enfebrecida carrera de acumulación de capital y poder a que se ha lanzado, (re)descubriendo -sarcasmos de la historia- la vieja rueda que tantas vidas humanas ha aplastado en su camino: la explotación laboral, los movimientos masivos de población, la contaminación de cielo y aguas o la neurosis e infelicidad de sus ciudadanos.
De modo que “saber de socialismo” es más bien un no saber, o mejor, un saber desengañado, el de lo que no es. Y es en esa sabiduría escarmentada y dura en la que, a mi parecer, nos instalamos poco a poco los contemporáneos sin fortuna…
En fin, que veo en todo ello una utopía negativa, si se quiere llamar así, una esperanza desesperanzada que. por lo menos, vuelve a invocar un futuro -que sigamos llamándolo socialismo o de otra manera es lo de menos- entrevisto como un paisaje vacío, como una nueva casa que haría posible una vida buena, pero sin los viejos y apolillados muebles de nuestros antepasados ni la falsa madera de cartón-piedra de los módulos de IKEA.
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