A ella, que no me puede leer
Niños especiales o niños diferentes: así es que como se les llama en el mejor de los casos. Sea en listas de discusión e intercambio en la red de padres melancólicos, o animosos con un aquél de desespero; o en decretos, disposiciones y siempre parcas ayudas públicas: pero niños que son identificados siempre con el matiz de la indiferencia pública y de la diferencia privada. Son los niños que no hablan, o a duras penas en hermosas pero mistéricas melopeas musicales; que se malmueven o que, inmovilizados, esperan la mano invisible de Bécquer: niños especiales, sin duda, caminantes extraños que tropiezan en piedras invisibles para los demás o en la silla más tonta que en un descuido dejamos en la misteriosa e inesperada estela de sus pasos.

O niñas, claro. La que me mira, de bellos ojos marrones, y de sonrisa enigmática, lo es, especial, quiero decir. En sus ojos, de pupilas a menudo dilatadas, nunca sé si por las medicinas o por el asombro que le produce todo lo que ve y oye -porque no imaginan lo que ven y oyen, los niños- , yo rescato del olvido la sorpresa inicial que dio la primera pregunta al filósofo primero -no el amanecer tembloroso, no la injusticia terrible o la torpeza criminal, no: sus ojos interrogadores, una realidad siempre nueva.
En ellos encuentro -si les pudiera contar sin llamarnos a tópico o a engaño- no lo que es común y aterradoramente normal en la mirada de tantos niños: el velo de la monotonía o la catarata de la publicidad y el aburrimiento, ni la letanía de los cates o los sufis. No, sino el pasmo ante todo -todo: esto, eso aquello, las cosas que pueblan la casa o que están por llegar, o que ya fueron: ven lo que no vemos los demás- que los hace diferentes; las preguntas desarmantes y comprometidas, formuladas o puestas como evidencia de una ordalía siempre de paz. Todo es nuevo bajo el sol cuando se les tiene al lado, a la vez y tanto como todo lo que nos venden como nuevo se vuelve inmediata e irremisiblemente viejo…
Mi niña especial vuelve a nacer a cada instante porque en el anterior ya lo olvidó todo, como en el verso. Es eso lo que me la hace tan parecida al mar, lo mismo que él sin edad y por ello siempre joven. A veces, también peligrosa, como la mar a su vez: al borde siempre de un naufragio no previsto, de una tormenta blanca, de insomnios iluminados por fuegos de San Telmo… Pero en cuanto puede y sobrevive, su risa me muestra el camino hacia la alegría a punto siempre de desbordarse o el mejor atajo al silencio aceptado y compartido en que remendar el trapo o contar, de nuevo, las estrellas. Tanta contabilidad inútil. Es ella la que me recuerda, de entre el caos de libros, papeles y café en que me muevo, el que toca en cada momento, el que más a bientraer me trae, y me lo lanza al regazo junto a la bolsa de gusanitos que con certero olfato atina a recuperar.
Los niños especiales son los guardianes de la puerta del misterio. Por eso es a ella a quien miro, guía certera, y no a esas leyes nuevas que dicen, de que hablan los nuevos políticos, sobre ayudas -siempre las perricas para despistar la mala conciencia de nuestra cultura, para entenderlo y tasarlo todo, tantos tienes tanto vales- a personas dependientes, ya no especiales siquiera, como los ancianos aún sin aparcar en algún rincón oscuro. La mirada interrogadora de esta niña, tal como la advinaba Octavio Paz -los poetas, ahora más que nunca necesarios- cuando, inquieto ante otros ojos que le preguntaban, se decía: «El pequeño mono me mira / quiere decirme algo / que se le olvida…».
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