Esta magnífica fotografía es de Ruth Orkin. Yo, como estas niñas, me pasaba los veranos leyendo y cambiando tebeos por las calles de mi pueblo.

En aquellas tórridas tardes de julio y agosto, a veces con el estridente concierto de las chicharras de fondo, recorría -junto a un amigo que se las sabía todas- las calles del pueblo, cuyo silencio protegía las inveteradas siestas de los vecinos, cargados los dos con una resma de tebeos bajo el brazo…
Nunca he vuelto a leer tan rápido como entonces. Los tebeos nuevos recién adquiridos en el intercambio, los leíamos fugazmente, cruzándolos con los de mi amigo. Reducíamos, a veces, la lectura, a un simple vistazo u ojeada: los hojeábamos, literalmente, antes de volver a cambiarlos.
Ahora sé lo que verdaderamente hacíamos y que tanto nos hacía disfrutar: habíamos descubierto el placer efímero e insano del consumismo. Que no hubiera dinero en el intercambio no importaba nada porque la satisfacción la provocaba la posesión instantánea y veloz de lo nuevo. Pero lo peor de todo lo cuento ahora:
La meta de cada día era descubrir algún inocente que no hubiera participado nunca en aquel mercadillo ambulante para poderlo engañar con facilidad. Unas veces ofreciendo un dos por uno falso y adobado de falsa publicidad; otras, insertando cuadernillos sin valor dentro de portadas vistosas; otras, por fin, seduciendo al incauto con la cantidad de hojas que ofrecíamos a cambio de sus escuchimizados cómics…
Llegué a tener en mis manos ejemplares raros o únicos que volaron de mi mazo con la misma rapidez con que los conseguía. En realidad, lo que llenaba mi codicia era el humo efímero y falaz del dinero y el capital, del beneficio y la pérdida, esa economía -mundo que, a tan temprana edad, aprendíamos ya a leer entre líneas, mientras perdíamos nuestras almas infantiles en aquel cambalache infernal…
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