Suum cuique tribuere

Hay que hablar de la bíblica hambre y sed de justicia, y no de sus sustitutos como la igualdad de oportunidades a que nos quiso acostumbrar el republicanismo cívico (una de las versiones del liberalismo político) que, como único y pálido resorte ideológico enarboló el PSOE en las legislaturas presididas por Zapatero.

Esa necesidad de justicia distributiva, a cada uno lo suyo, que late, de forma especialmente hiriente, en nuestras sociedades. Por ejemplo, en la petición masiva de firmas que hace http://change.org para obligar a los grandes supermercados españoles (sólo un 20% lo hace) a que donen los alimentos que ya no pueden comercializar a onegés locales, con el fin de que éstas los repartan entre los más pobres -aquí al lado he puesto el enlace a la página: la fotografía de reclamo, con esa gente saqueando rápida y vergonzosamente la basura, es en sí misma un manifiesto en favor de la justicia distributiva más primaria: comida para el hambriento.

Lo que sucede con esos bancos de alimentos rescatados del muladar al que son arrojadas las sobras del rico, es que, como en una novela de Pearl S. Buck que leí en mi adolescencia (el personaje que tuvo una iniciativa igual acabó enriqueciéndose a su propio pesar), serán esas grandes superficies las que, gracias al reconocimiento público -la falsa conciencia- que acabarán teniendo, saldrán ganando convirtiendo en euros el gesto moral: la caridad justa devendrá inversión en tiempos difíciles.

En realidad, no experimentamos la justicia sino la injusticia; del mismo modo que es la falta de libertad, su ausencia, la que nos ayuda a entender ésta como idea necesaria. Eso hace que la idea de justicia se nos aparezca siempre como un sentimiento primario, como una forma de venganza: la reacción caliente ante la ruptura de ese equilibrio inestable que nos sobresalta cuando una vida se troncha como una caña bajo el «empujón brutal» de una mano asesina, o el agravio que sentimos ante la desmesura de una inequidad social. Una venganza, diferida y fría unas veces pero caliente como la sangre en otras ocasiones, que apela al castigo directo o al código penal tanto como a las revoluciones sociales. En esas estamos. Sentimiento tal -de agravio, consternación o violencia- mueve a los que piden penas de muerte o cárceles eternas al mismo tiempo que estimula el provecho de los políticos populistas. Lo hemos visto con el hipócrita debate sobre el destino del etarra terminal y con el infanticidio más reciente. Lo hemos visto muchas veces y lo veremos muchas más. En el fondo, es un mecanismo más utilizado por los poderosos para conseguir el consentimiento social. Pero también vemos cómo el agravio social que ha sacado a la luz esta guerra de clases unilateral va arremolinando gente que no soporta esta injusticia aquí y allí, rompiendo el consentimiento.

Está por ver que la injusticia (la justicia hemos quedado en que el remedio ideal para apaciguar el escozor, incomodidad o rebelión que provoca) no es un sentimiento primario, sino adquirido en la convivencia con nuestros semejantes. Siempre que he escrito sobre esto (la primera vez en un artículo publicado en La Opinión que titulé «El cuarto oscuro»1) he recordado el necio experimento que Jean Itard, el ilustrado educador del niño salvaje de los bosques de L’Aveyron, cuenta en su informe. Resulta que un día quiso comprobar si su pupilo poseía el sentido de la injusticia y la injusticia como, según sus creencias, lo poseemos todos de forma innata. Para ello no se le ocurrió otra cosa que encerrar al pobre niño en un cuarto oscuro (que, para ocasiones extremas de necesidad de castigo, tenía preparado en su casa) sin que mediara ningún motivo en la conducta del muchacho, sino de forma arbitraria y violenta, en un momento en que estaba especialmente contento. En el relato, Itard nos cuenta, en un tono piadoso y algo hipócrita, la rabia, llena de lágrimas y golpes a su maestro, con que el niño reaccionó una vez liberado del encierro.

De ahí concluyó el pedagogo francés que, en efecto, su discípulo era más humano puesto que ya conocía la injusticia. Lo que desde luego conoció fue la pedantería y la estulticia de su maestro. Seguimos esta larga reflexión en otra entrada, por no alargar esta demasiado, viendo cómo ideas liberales sobre la justicia como equidad o justicia «en el punto de partida» o justicia práctica o de parcheo, como las que se aprenden en Rawls o Sen, han ido haciendo olvidar, en esta dura resignación contemporánea, ideas radicales de justicia distributiva como la que hizo famosa Marx en su Crítica del programa de Gotha, de 1875: «de cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades» o las libertarias reclamaciones que propugnan la revisión constitucional de la propiedad privada, o la reforma radical del sistema penitenciario, o la desaparición simple y llana de las cárceles (¡sólo lo hizo Nikita Jruchov en Moscú, por un brevísimo tiempo!) que, al menos, gracias al movimiento de la antipsiquiatría de hace unas décadas,consiguieron cerrar tantos lúgubres y viejos manicomios en Europa.

  1. No está disponible en la hemeroteca digital del periódico, pero el lector curioso lo puede leer en la antología de esos artículos publicada por Bohodón Ediciones con el título de Deslindes y descubiertas

2 respuestas a «Suum cuique tribuere»

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