Utopía y mitos: la educación, por ejemplo

Utopías y mitos comparten el intento de conquistar una parcela de futuro, pero difieren en todo lo demás.

La utopía arranca de una ensoñación, no necesariamente narrativa, de un mundo distinto en un futuro poblado desde el ahora, mientras que el mito, mediante un relato, quiere convertir ese futuro en la prolongación de un presente intemporal, pues la alegoría de su narración performativa pretende dejarlo implantado para siempre, en una especie de repetición y fuga musicales.

Con la educación creo que sufrimos ese equívoco. Ahí donde parece que la utopía es más necesaria y factible, me parece que lo que tenemos son mitos. Particularmente el de Prometeo, un Prometeo, idealizado por el Romanticismo, que roba el saber de los dioses para repartirlo entre los hombres. Una idealización que se contradice con la realidad: que el sistema educativo, público o privado, está ligado de forma irresoluble a los intereses generacionales de los estados y sus corporaciones.El soñar despierto, y el deseo en que nace, de una utopía educativa requeriría tantas rupturas epistemológicas y políticas que es impensable su comparecencia en el status quo de las democracias del capital.

El niño autosuficiente de María Montesori, la escuela moderna de Ferrer i Guardia o las mismas poderosas propuestas de Paulo  Freire -que al menos desconfiaba de ellas- no aparecen en nuestras pesadillas tecnoráticas sino como el mito de un Prometeo desvalido y devaluado, el Titán ladronzuelo e impopular que era percibido por el mundo antiguo.

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Cambiando tebeos por las calles

Esta magnífica fotografía es de Ruth Orkin. Yo, como estas niñas, me pasaba los veranos leyendo y cambiando tebeos por las calles de mi pueblo.

En aquellas tórridas tardes de julio y agosto, a veces con el estridente concierto de las chicharras de fondo, recorría -junto a un amigo que se las sabía todas- las calles del pueblo, cuyo silencio protegía las inveteradas siestas de los vecinos, cargados los dos con una resma de tebeos bajo el brazo…

Nunca he vuelto a leer tan rápido como entonces. Los tebeos nuevos recién adquiridos en el intercambio, los leíamos fugazmente, cruzándolos con los de mi amigo. Reducíamos, a veces, la lectura, a un simple vistazo u ojeada: los hojeábamos, literalmente, antes de volver a cambiarlos.

Ahora sé lo que verdaderamente hacíamos y que tanto nos hacía disfrutar: habíamos descubierto el placer efímero e insano del consumismo. Que no hubiera dinero en el intercambio no importaba nada porque la satisfacción la provocaba la posesión instantánea y veloz de lo nuevo. Pero lo peor de todo lo cuento ahora:

La meta de cada día era descubrir algún inocente que no hubiera participado nunca en aquel mercadillo ambulante para poderlo engañar con facilidad. Unas veces ofreciendo un dos por uno falso y adobado de falsa publicidad; otras, insertando cuadernillos sin valor dentro de portadas vistosas; otras, por fin, seduciendo al incauto con la cantidad de hojas que ofrecíamos a cambio de sus escuchimizados cómics…

Llegué a tener en mis manos ejemplares raros o únicos que volaron de mi mazo con la misma rapidez con que los conseguía. En realidad, lo que llenaba mi codicia era el humo efímero y falaz del dinero y el capital, del beneficio y la pérdida, esa economía -mundo que, a tan temprana edad, aprendíamos ya a leer entre líneas, mientras perdíamos nuestras almas infantiles en aquel cambalache infernal…

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Ius personale, Ius reale

A la división del Derecho Romano entre el derecho de personas y de cosas (ius personale y ius reale) se le escapaban las esposas, los niños y los siervos, medio personas, medio cosas. A ese grupo se han unido en nuestro tiempo los animales . De como se resuelva esto depende en gran medida el futuro del Derecho y, con él, el de nuestras sociedades.

– Manuel Jiménez Friaza. Leer en Substack

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Dulzonas y pesadas

Mirad esta comparación de Joan Didion (de su novela Río revuelto): “Entre las rosas, había unas cuantas gardenias del Cabo, dulzonas y pesadas como los fármacos.” Es, y no es, extraña esta aparición de los medicamentos en la literatura , aunque, ciertamente, forman parte de la experiencia cotidiana de esta humanidad enferma.

Me pregunto: ¿En qué medida esos fármacos “dulzones y pesados” que tomamos todos por un mal u otro no definen un estado alterado de conciencia, que sería el nuestro? ¿Es tan común ese abotargamiento con que encaramos el día a día que no nos damos ni cuenta?

Quienes, entre vosotras o vosotros, hayáis padecido algún trastorno o dolencia que, a juicio del médico, necesitara un aluvión de comprimidos, pilulas, jarabes, colirios o aerosoles (afortunadamente cada vez se prescriben menos los humillantes supositorios o las dolorosas inyecciones) podríais compartir esa sensación de sopor y flatulencias.

En mi caso, desde luego que sí,  pero sumado a ello (creo que es lo que, en realidad, me cura) me estruja un hambre tremenda, pantagruélica, carpántica, que se multiplica cuando salgo de una intervención quirúrgica… Puedo afirmar sin exageración ninguna que, tras los tratamientos u operaciones que he sufrido, siempre he salido con unos kilos de más…

En mi último alifafe, decidí tomar cartas en el asunto y dejar de ser un paciente pasivo y abúlico. Me puse a negociar con los médicos, como el más correoso tratante, la interminable prescripción a que me querían someter. No sé si por mi capacidad de convencimiento o por la propia sorpresa de los galenos, conseguí reducir la ingesta a la mitad. Para celebrarlo, me regalé con una opípara cena, sin omeprazol de postre, por supuesto.

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