Un “flâneur” sevillano (y una “flâneuse” chicagana)

“El flâneur” por Tom Waterhouse

El flâneur es el paseante solitario descendiente del que, a finales del siglo XIX recorría los pasajes de París. Es conocido, sobre todo, por la caracterización que hicieron de él Baudelaire y Benjamin. No importa tanto su testimonio literario como su novedosa forma de mirar la ciudad moderna y sus habitantes. Mucho antes de mi encuentro con la literatura, y de conocer la palabra, yo era uno de ellos, prácticamente desde que me atreví a andar solo por las calles de mi pueblo. La mirada literaria tardó en llegar y, como suele ocurrir, es menos interesante.

Cuando vivía en Sevilla, cuya vida transcurre en su mayor parte en las calles, llegué a llevar en el bolsillo un cuadernito de argollas al que puse el pomposo título de ”El paseador”. Afortunadamente lo perdí o destruí, no lo recuerdo… Solo creo que valía la pena la descripción emocionada de una escena sevillana muy común entonces, mucho antes del confinamiento: dos mujeres hablando entre sí desde los balcones de sus casas…

He descubierto recientemente una flâneuse de Chicago (chicagüense o chicagana) absolutamente fascinante: Vivian Maier, una fotógrafa callejera, genial y totalmente inédita hasta hace poco, gracias al empeño de John Maloof quien, con ayuda del azar, logró reconstruir los pocos pecios que tenemos de su biografía (apenas más que su trabajo, en realidad: cuidar niños, personas mayores y limpiar casas) y su gran pasión, pasear y hacer fotografías, unos miles de negativos geniales, rescatados y dados a conocer por Maloof. Pongo aquí un autorretrato suyo de 1953.

Visitas: 19

El arte de Jean-Michel Basquiat

Visitas: 77

La fragilidad de la memoria

Según Rosa Navarro Durán, “En la maleta que encuentra don Quijote en Sierra Morena y que registra Sancho hay «un librillo de memoria, ricamente guarnecido» —que luego sabremos que es del Roto o Cardenio—, donde están escritos versos y cartas. En él, aprovechando su papel en blanco, don Quijote escribirá la carta para Dulcinea y la libranza pollinesca para Sancho. Y hay también un librillo de memoria en otra maleta o valija, esta vez robada y no hallada: la del francés al que «desvalija» Cortado. Si a ambos unimos el que tiene Dorotea —la de Lope—, como le dice Gerarda a don Bela: «en oyendo un vocablo exquisito, le escribe en un librillo de memoria»”

Los librillos de memoria debieron ser de uso corriente, pues de hacer caso a la definición del Diccionario de Autoridades, era «El librito que se suele traer en la faltriquera, cuyas hojas están embetunadas y en blanco, y en él se incluye una pluma de metal, en cuya punta se ingiere un pedazo agudo de piedra lápiz, con la cual se anota en el librito todo aquello que no se quiere fiar a la fragilidad de la memoria».

Apostilla Rosa Navarro: “Quizás Cervantes gozaba de tan buena memoria como su don Quijote, al que le tapian la biblioteca y puede proseguir sus aventuras que imitan las de los libros de caballerías leídos; pero no sería raro que hubiera tenido, como Cardenio o como el francés desvalijado por Cortado, un librito de memoria, donde fuera anotando lo que le llamara la atención en sus muchas lecturas.”

Todo esto viene a cuento de una serie de coincidencias de lecturas que, de un modo u otro, tocan el tema de los cuadernos de notas, o agendas usadas como memorandos de apuntes o incluso diarios, que me han hecho pensar, movido por la curiosidad, en la importancia -muchas veces fetichista- de estos cuadernos donde, al decir del Diccionario “se anota todo aquello que no se quiere fiar a la fragilidad de la memoria”.


Jillian Hess es una profesora de la Universidad de New York que lleva dos décadas investigando “cientos de cuadernos de notas” y compartiendo los más interesantes con sus lectores. ¡Nunca hubiera sospechado que existiera un ámbito de estudio tan fértil centrado en algo tan humilde -y privado- como estos objetos cotidianos que en nuestros literarios siglos de oro se llamaban “librillos de memoria”!

I’m an English professor at the City University of New York (CUNY) and the author of How Romantics and Victorians Organized Information: Commonplace Books, Scrapbooks, and Albums(Oxford University Press, 2022). I’ve spent the past two decades studying hundreds of notebooks, and I’m excited to share the most interesting, inspiring, and unique notes with you.

De los cuadernos compartidos por Jillian Hess, me llaman la atención especialmente los que mezclan texto e imágenes (visual books) y, sobremanera, los de Sylvia Plath, “brillante escritora y talentosa artista visual”. Según la investigadora neoyorquina:

Plath no sólo llenaba sus diarios de bocetos, sino que creaba elaborados álbumes de recortes para documentar su vida. Pintó llamativas obras de arte abstracto. Expresó sus opiniones políticas en un collage con el rostro de Eisenhower en el centro. Estaba obsesionada con el color rojo.

Diary entry for June 21-22, 1947
Diary entry for June 21-22, 1947

Los diarios, otro instrumento para combatir la fragilidad de la memoria, en efecto, para llevar en la faltriquera junto al lápiz con que poder atrapar el momento fugitivo, el recuerdo que huye, la intuición luminosa, el desmayado proyecto apenas planificado…


El último libro de John Banville (sentimos un pudoroso rechazo a llamarlo novela) lleva como título “La alquimia del tiempo” y como subtítulo “un memoir dublinés” Memoir es un término de ambigua traducción al español. El The American Heritage® Dictionary of the English Language da varias acepciones, pero todas giran en torno a estas dos.

noun

  1. An account of the personal experiences of an author.
  2. An autobiography

Pero creo que el caleidoscopio de recuerdos de Dublín que se encadenan y mezclan en este memoir, junto a reflexiones inquietantes sobre la naturaleza de la realidad y la memoria, se entienden sobre todo en el titulo del capítulo introductorio, que responde al nombre de About time, una expresión que, además de “A propósito del tiempo”, tiene el significado de “ya iba siendo hora”.

No hay mejor manera de empezar un librillo de memorias que con esta conminación a no dejar pasar más tiempo sin anotar lo que debemos recordar o intentar hacer antes de que el viento del olvido lo barra y borre todo…

Visitas: 82

La caída de Ícaro

Un poeta frente a un cuadro: W. H. Auden mira uno de Brueghel, el Campesino: “Paisaje con la caída de Ícaro”. En uno de sus más bellos poemas, de 1938, con el cuadro de Brueghel a la vista o en la memoria, habla de la inexorabilidad del sufrimiento humano y también de la inevitable indiferencia (de la naturaleza, de los hombres) con que ocurre. “Tocante al sufrimiento -dice el comienzo del poema de Auden- nunca se equivocaron los Viejos Maestros”.

El cuadro de Pieter Brueghel causa perplejidad la primera vez que se lo mira. En sucesivas contemplaciones, la perplejidad se convierte en angustia o piedad y, finalmente, se contagia de la indiferencia absoluta con que sucede la escena. Tenemos frente a nosotros la panorámica (estamos en alto) de una hermosa bahía. En primer plano, vemos a un agricultor en plena faena, arando en surcos con mulo y arado de un solo diente. Más abajo -los planos son descendentes- está un pastor con su rebaño de ovejas. Por último, y ya en la orilla del mar, en nuestro ángulo inferior derecho, un pescador con su caña prueba suerte.

Al fondo una ciudad y una fortaleza flanquean la entrada de la bahía. El sol bordea el horizonte, hay casas en un islote, galeones, barcas, playas, olas… Es posible que, en una primera mirada, la tragedia que esconde el cuadro nos pase tan desapercibida como a los personajes indiferentes que pueblan el paisaje: muy cerca de donde el pescador lanza su caña, en la orilla del mar, levantando espuma apenas, se ven las piernas (en realidad sólo una, la otra está ya casi sumergida) de Ícaro hundiéndose en el mar.

¿Por qué el pescador, que lanza su sedal, no lo ve? ¿O es que lo ve y disimula? ¿Y los demás? El labriego ensimismado en su labor, en la derechura de su surco, por la trayectoria que sigue con su arado, ha debido verlo. Sin duda ninguna, lo ha visto el pastor, que mira, echado indolentemente sobre su cayado, al cielo. ¿Por qué no hay en ellos el más mínimo atisbo de inquietud, de piedad, de socorro, de alarma ante el drama terrible de un niño que cae del cielo y se hunde como piedra en el mar?

A mí me produce angustia la visión de este cuadro. Auden se maravilló sólo de la inevitabilidad de la tragedia humana y de cómo la asumimos en nuestra vida cotidiana; en sus palabras: “cómo todo le vuelve la espalda al desastre sin inmutarse”. Pero es el peor de los destinos del dolor de los hombres, el más aciago, aquel al que se le priva de toda grandeza porque se le priva de testigos, de piedad o llanto: el que sólo le dedica la más solemne y aturdida indiferencia. He aquí la tragedia ridícula y anónima de un niño que, desoyendo los sensatos consejos de su padre, voló demasiado alto y demasiado cerca de la luz. Así nos lo dejó contado el mito.

Seguramente Brueghel, como todos los `Grandes Maestros´ como los llama Auden, adivinó en el Quinientos lo que para nosotros ya es ley: que las inmensas tragedias que acontecen cada día en nuestro mundo (enumerarlas es inútil: las violaciones y torturas interminables de Sudán, los mutilados y muertos de Palestina, la enfermedad, hambre y llanto de la inconsolable África, el asesinato vil de mujeres en nuestras calles, el tráfico universal de los niños…) no tienen testigo. Porque, aunque haya millones de cámaras de televisión o de `webcam´, de teléfonos móviles que hacen fotos, no hay testimonios -o se nos limpian con asepsia-, no hay testigos -o nadie los oye-. O los que hay miran cabizbajos el surco que trazan con su arado, contemplan indolentemente las nubes o echan el anzuelo al mar, por probar suerte, al pez nuestro de cada día…

Visitas: 113